El manejo de la pandemia de Covid-19 en México ha generado polémica. ¿Ha sido adecuado? ¿Ha sido deficiente? ¿Hubo reacción tardía? Son preguntas que suscitan intensa discusión.
Algunos opinan que el confinamiento empezó demasiado tarde. Otros piensan que nunca se estableció (por lo menos a nivel federal) con el rigor que requería. Otros más señalan que hubo notorias deficiencias en la preparación de la infraestructura hospitalaria.
Sin embargo, en lo que virtualmente no hay debate es que la cantidad de pruebas aplicadas en México es inexplicablemente bajo.
Entre los 20 países con el mayor número de contagios, nuestro país aparece en el último lugar con relación al número de pruebas aplicadas por cada millón de habitantes.
De acuerdo con lo expresado por el doctor Hugo López Gatell, durante un periodo prolongado de la gestión de la pandemia, no se requería la aplicación de pruebas para identificar a los contagiados.
El modelo seguido en México se habría basado en que las personas con síntomas, luego de responder a un cuestionario, eventualmente fueran trasladadas a centros hospitalarios cuando así se requiriera.
La justificación era que lo importante no era conocer el número de contagiados sino contar con la infraestructura hospitalaria necesaria para atender a aquellos que requerían asistencia.
Si hubiésemos tenido una atención de excelencia en el ámbito hospitalario, tal vez este argumento podría aceptarse. Sin embargo cuando era visible que incluso faltaban los insumos más elementales para proteger al personal médico, el argumento se venía para abajo.
De nada servía limitar las pruebas a los claramente sintomáticos, por igual los hospitales mostraban deficiencias diversas.
La única explicación plausible para rechazar una mayor aplicación de pruebas, equiparable al menos a la de países con tamaño similar, es que el gobierno quería evitar que se conociera la dimensión del problema.
Al paso de las semanas, las propias autoridades de salud tuvieron que reconocer que lo que tenían era apenas una muestra. Y explicaron que ésta se calculaba a partir de lo que definieron como el ‘modelo centinela’.
Sin embargo desde que lo describieron, muchas voces autorizadas, de matemáticos y estadísticos especializados en salud, señalaron diversas inconsistencias en los cálculos que conducían a que en realidad el factor de expansión de la muestra tomada fuera de 25 veces y no de ocho veces, como señaló la autoridad cuando presentó el modelo.
En realidad nunca fueron convincentes las razones por las cuales se rechazaba la aplicación de más pruebas. Por eso, no queda sino inferir que el motivo era el evitar que se conociera el tamaño del problema.
Ese objetivo, no es exclusivo del gobierno mexicano. En muchos lugares del mundo los gobiernos han recibido críticas a propósito de lo mismo.
El problema en México es de dimensión, pues estar en el último lugar en pruebas aplicadas en la lista de las 20 naciones con más contagios evidencia la intención de no dimensionar plenamente la pandemia.
Hoy no tenemos idea del número de personas contagiadas simplemente porque es demasiado pequeño el número de exámenes que se han aplicado y tampoco se ha realizado con criterios probabilísticos que permitan llegar a una inferencia estadística, o al menos no se ha hecho público que haya una cierta muestra que esté construida con ese criterio.
De este modo, las políticas para hacerle frente a la pandemia se han construido sobre la base de cifras que tienen muchas deficiencias.
En las últimas semanas, además, no sólo se ha cuestionado la estimación del número de contagiados, sino incluso del número de fallecidos atribuibles al Covid-19.
Una investigación de la organización Mexicanos Contra la Corrupción y la Impunidad señaló que en una muestra de actas de defunción de la Ciudad de México, encontró un volumen mucho mayor al reconocido por las autoridades capitalinas, con atribución a la pandemia como causa del fallecimiento.
Otras investigaciones, como la de Mario Romero y Laurianne Despeghel, publicado en Nexos, subrayan el crecimiento extraordinario en el número de fallecimientos durante los meses de abril y mayo, de acuerdo con datos del registro civil capitalino, probablemente atribuíbles al COVID 19.
La explicación es la misma. Al no aplicarse un número suficientemente alto de pruebas, el resultado es que múltiples fallecimientos aparecen atribuibles a otras enfermedades y no a la pandemia.
El sábado 23 de mayo, el presidente de la República, a través de un video que puso en sus redes sociales, como hace usualmente en fin de semana, atribuyó el éxito de la gestión de la enfermedad a el bajo número de muertos en proporción al tamaño de nuestra población.
Sin embargo, si se toman los datos estimados sobre la base de los ejercicios que se han realizado con actas de defunción, entonces el éxito se diluye y México aparece entre los primeros cinco países a nivel mundial, con el número de fallecidos más elevado en proporción a su población.
El problema mayor, sin embargo no es siquiera este engaño en cuanto a la gestión de la crisis.
El problema es que las decisiones para el llamado desconfinamiento se están tomando con información que claramente subestima el número de casos y el número de fallecidos y probablemente también desconozca la evolución real de la pandemia, por lo menos en los lugares de mayores contagios, como en el Valle de México.
Si el desconfinamiento se realiza prematuramente y no se construye el hábito de una convivencia social regida por la llamada nueva normalidad, el escenario más probable es que en el plazo de apenas algunas semanas o cuando mucho pocos meses, tengamos un nuevo disparo de los contagios de tal magnitud que obligue al regreso del confinamiento y a limitar de manera mucho más severa el tránsito entre los puntos de mayor contagio en la República.
Obviamente, de ocurrir este hecho, el impacto a la actividad económica en el curso de este 2020 ser mucho mayor que el estimado, que ahora anticipa una caída de siete y medio por ciento, y adicionalmente se podría causar una crisis social y de salud de grandes proporciones.
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